Por su lucha contra el fanatismo y la intolerancia, Voltaire es hoy más necesario que nunca. En 'Nosotros y Voltaire' se reflexiona críticamente sobre breves textos suyos.
Voltaire es un clásico y también es nuestro contemporáneo por su libertad de pensamiento y su capacidad crítica. Cuando vemos cómo hoy se sustituye el razonamiento por eslóganes, se llama postverdad a la mentira y se subordina la tolerancia a viejos o nuevos dogmas, su obra sigue siendo actual y necesaria.
El clásico –decía Italo Calvino- no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber) pero no sabíamos que él había sido el primero en decirlo. Con una incomparable ironía Voltaire se enfrentó a la hipocresía y al pensamiento acomodaticio, y contribuyó a forjar una sociedad de hombres libres, donde no hubiera súbditos sino ciudadanos.
Nosotros y Voltaire no es una biografía ni un tratado sobre su obra, es una antología de breves textos suyos, a partir de los cuales Ricardo Moreno reflexiona, discrepa o concuerda con ellos. Son aproximaciones personales, aportaciones críticas en la línea tan volteriana de un librepensador, como ya quedó reflejado en sus anteriores obras, La conjura de los ignorantes o El Panfleto antipedagógico.
Parece ser que, ya a finales del siglo XVI, la universidad española habría acuñado la célebre frase de «Lejos de nosotros la funesta manía de pensar», para desacreditar los trabajos del erudito jesuita Juan Bautista Villalpando (1552-1608), matemático, arquitecto y escritor, en quien –no obstante su sabiduría–, muchos de sus contemporáneos ilustres colegas no vieron sino «la funesta novedad de pensar», ya que negaba que las estrellas estuvieran regidas por los ángeles, defendía el sistema de Copérnico, y afirmaba que los rayos son naturales, y «todo ello parecía pretendía quitar el temor a la ira de Dios, con tendencia a tratar las cosas en términos poco conciliadores con los textos sagrados…».
«Eppur si muove» («Y sin embargo, se mueve»), que es la frase que pronunció Galileo en 1633, en Roma, después de haberse retractado (para librarse así de la hoguera) ante la Inquisición de su teoría heliocentrista. Porque la verdad, como la belleza, siempre triunfa y prevalece. De ahí que a finales del siglo de Galileo comenzara en Europa un período de casi de cien años de duración (que se prolongó hasta el inicio de la Revolución Francesa), conocido como El Siglo de la Ilustración o El Siglo de la Razón. Francia fue el país hegemónico en aquel tiempo, en donde surgieron pensadores y filósofos de la talla, entre otros, de D´Alembert, Condorcet, Diderot, Montesquieu y Voltaire. Todos ellos sostenían que mediante la razón humana se puede combatir la ignorancia y la tiranía, y de este modo construir un mundo mejor.
Y fue por este motivo: por la luz que la razón arrojaba sobre las sombras de la ignorancia, por lo que se conoció también al XVIII como El Siglo de las Luces, siendo quizás Francisco María Arouet de Voltaire (1694–1778), el más importante de sus filósofos. Alumno de los jesuitas, Voltaire manifestó muy pronto tan poco apego a lo religioso, que sus maestros llegaron a predecir proféticamente de él que llegaría a ser en Francia el corifeo del Deísmo (la experiencia de Dios experimentada a través de la razón y no de la fe).
En 1727 conoció en Bruselas al suizo Jacobo Rousseau (autor de El Emilio) con quien sin embargo no congenió, siendo su abrupta despedida el preludio de posteriores disputas entre los dos. Las Cartas filosóficas, o Cartas inglesas, que Voltaire publicó en 1735 en París (en 1728 lo habían sido en Londres) fueron inmediatamente prohibidas por demasiado atrevidas y quemadas por mano del verdugo. En 1758 se estableció en Ferney, donde vivió los últimos 20 años de su vida, durante los cuales desplegó una asombrosa actividad literaria, redactando cuentos, novelas, folletos, poesías de todos los géneros, epístolas, tragedias, comedias, y hasta epigramas satíricos y sarcásticos, al estilo del bilbilitano Marcial.
Voltaire supo manejar con maestría la ironía y el ridículo, convertidos de su mano en una poderosa arma literaria, pero que no fueron del agrado ni de la monarquía francesa ni de la Iglesia, pese a su excelente relación con ciertos sectores del clero francés, incluidos destacados abades familiares suyos. Escribió, no obstante Voltaire sobre la religión, destacando las obras La Biblia comentada, y Diccionario filosófico, que en su tiempo se interpretó como un indigno propósito de ridiculizar la religión; motivo por el cual sus obras estuvieron largo tiempo prohibidas por la Iglesia (en España, incluso durante la dictadura de Franco), hasta el punto de que, en el pasado, el calificativo de «volteriano» sirvió para designar a la persona que manifestaba incredulidad o impiedad cínica o burlona hacia todo lo religioso.
No obstante, de lo que no cabe duda es de que Voltaire, con su agudeza e ingenio, ejerció durante un siglo –tanto en Francia como en el resto de Europa– una influencia decisiva sobre la filosofía y la literatura que han perdurado hasta hoy. De este modo, su compatriota, el filósofo André Glucksmann (1937–2015), llegó a decir: «Europa será volteriana o no será».
Ricardo Moreno, el autor de Nosotros y Voltaire, reivindica asimismo la validez del filósofo de Verney, en un tiempo en el que la humanidad posmoderna huye de la realidad y prefiere los monstruos goyescos del sueño de la razón a la belleza; un tiempo en el que el lirismo embriagante de los nacionalismos se impone a la solidaridad, en el que se llama posverdad a la mentira, y en el que la tolerancia se subordina a viejos y nuevos dogmas. De ahí que la razón que sostuvo el pensamiento de Voltaire sea ahora más precisa, pues como expresó el autor en una cita de su Dictionnaire philosophique: «Una vez que el fanatismo ha gangrenado un cerebro, la enfermedad es casi incurable».
Un libro justamente célebre, Filosofía de la Ilustración,publicado en 1932, un año antes del ascenso de Hitler al poder, Ernst Cassirer cartografió los logros de la época de las Luces y los caracterizó como una feliz y extraordinaria osadía, el atrevimiento de una razón empeñada en desterrar los fantasmas metafísicos y liberarse de cualquier prejuicio metabolizado de modo acrítico.
Valiéndose de una metáfora monetaria, Cassirer sostenía que la razón constituía, antes que nada, una forma de adquisición. Pero que no se trataba de una “tesorería del espíritu en la que se guarda la verdad como moneda acuñada”, sino de una fuerza que pronosticaba el acceso a la verdad, a su determinación y garantía. La función primordial de la razón consistía en su talento para señalar todo aquello que, desde la infancia de la humanidad, se había aceptado “por testimonios de revelación, tradición o autoridad”. Claro que a esta tarea de desenmascaramiento debía seguir una de reconstrucción. La razón, al fin y al cabo, no podía descansar sobre escombros y ruinas. Y por eso, al remozar las partes del Todo según una regla que la propia razón postulaba, a su usufructuario, el sujeto ilustrado, se le volvía diáfana la estructura resultante. Cassirer concluía que era este doble movimiento, de ruptura y de recreación, el que caracterizaba a la Ilustración como un triunfo del hacer, de la razón práctica.
Voltaire fue uno de los grandes campeones de este movimiento radical, que hizo suya la idea de que la señal constitutiva de toda filosofía que se precie consiste en su capacidad para la determinación de límites, el más importante de los cuales es liberarse de cualquier tentación irracional. Dentro de este empeño ilustrado, las obras de Voltaire son un claro ejemplo de que todo progreso remite a la patentización empírica de la razón. Lo que la historia humana muestra en su progresivo esclarecimiento es cómo la supuesta eternidad de la razón se manifiesta temporalmente, cómo circula en la corriente del tiempo y en ella va revelando, cada vez con mayor pureza y perfección, su forma primigenia. Voltaire redactaba así el programa teórico al que se adscribiría la futura historiografía ilustrada.
Tan grande es el poder de ese programa que aún hoy, doscientos cuarenta años después de la muerte del autor de Zadig, su obra nos continúa seduciendo. Tal es el caso de Nosotros y Voltaire, de Ricardo Moreno Castillo, libro en el que el filósofo y matemático madrileño bucea en la obra del pensador francés a través de treinta y un tópicos, desde la amistad hasta el viaje, con parada y fonda en lugares comunes como la censura, la educación, la felicidad, la libertad, la maldad, la muerte, la religión o la vejez. De todos estos asuntos Moreno Castillo interpela a la voluminosa obra volteriana, la cual espiga e interpreta, a menudo para iluminarla, a veces para rebatirla, siempre para mostrar su vigencia. Entre medias, a despecho del ruido que ahí fuera nos distrae e incomoda, es posible encontrar ejemplos como el que sigue. Escribe Voltaire: “La superstición es a la religión lo que la astrología a la astronomía: la hija muy loca de una madre muy sabia”. A lo que Moreno Castillo apostilla, con envidiable lucidez: “¿Y por qué será, Señor, que tantos y tantos, después de divorciarse de la madre se casan con la hija, con lo a gusto que se puede vivir sin ninguna de las dos?” Baste mostrar esta perla para hacerse idea del goce que supone lucir el collar completo.